Por Paty Caratozzolo.
Los escritores británicos han tenido siempre una especial idea de lo que podría ser un futuro apocalíptico de Londres. Basados en la experiencia histórica o en la geológica, el final trágico de la ciudad tiene siempre que ver con el mar y la extraña relación amor-odio de los ingleses con lo que los une y los separa del resto del mundo.
Uno de los primeros escritores en describir ese posible funesto futuro fue Richard Jefferies, quien escribió «After London» en 1885 sumido en los terribles dolores de la tuberculosis que lo mataría dos años después.
“Los ancianos dicen que sus padres les contaron que el gran cambio comenzó a notarse poco después de que los campos fueran abandonados. Como los campos cultivables no se habían sembrado, ni se habían arado los últimos rastrojos, todo había sido cubierto por las malas hierbas. En el otoño, como las praderas no habían sido segadas, las hierbas marchitas se doblaban y caían forzadas por el viento, las semillas se dispersaban y la hierba benedicta perdía su hermoso color amarillo para convertirse en blanco grisáceo… El trigo maduro se mantenía en pie sólo para ser comido por nubes de gorriones, cuervos y palomas que festejaban a su antojo.”
Es interesante que Jefferies se refiriera específicamente a la hierba benedicta o hierba bendita. En los tiempos antiguos era muy apreciada por sus propiedades medicinales, además de usarse como especia y en la fermentación de la cerveza. Quizás fuera lo que más lamentara de un posible retorno a la barbarie: que esta hermosa planta fuera desperdiciada y olvidada por los humanos.
Jefferies, Richard. «After London; or, Wild England». London: Duckworth & Co, 1905.
En el «Handbook of Plant and Floral Ornament from Early Herbals» aparecen decenas de grabados antiguos de plantas y flores, de cuando los hombres creían que una tarde usada dibujando en tinta china y acuarela era una tarde ganada a la eternidad. En una de sus páginas se encuentra, pequeño y desapercibido, un único ejemplar de la «hierba benedicta», está ahí desde siempre pero hasta ahora reparo en él releyendo a Jefferies y, por un instante, las tardes de tinta china cobran otro sentido lo mismo que el hombrecito pensativo de la portada.
«Hierba benedicta».
Mientras Jefferies se despedía de este mundo alucinando su hecatombe de benedictas marchitas, los teatros de Londres se llenaban de risas y aplausos con las operetas cómicas de Sir Arthur Sullivan y Sir William Gilbert que satirizaban, parodiaban y ridiculizaban la pomposidad del oficialismo británico.
En 1878 escriben «H.M.S Pinafore», una ácida sátira del sistema de clases inglés y la marina británica. Ya el nombre invita a la picaresca al mezclar el aristocrático término H.M.S (His Majesty’s Ship) con «pinafore» que es el humilde mandil que usan las mujeres para hacer sus tareas hogareñas.
Seguramente Jefferies no dejaba de revolverse en su tumba por la humillación de que sus profundas predicciones fueran festejadas al son de «I am the Monarch of the Sea», aunque más no fuera por cumplir con la no menos profunda idea de: a cantar que se acaba el mundo.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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