Lola-Lola o la perdición

Por Paty Caratozzolo.

«Yo estoy hecha para el amor: los hombres revolotean a mi alrededor
como polillas ante una llama… y si se queman las alas,
¿qué voy a hacer yo?»

«Estoy hecha para el amor», de Friedrich Hollaender.

Hablar de «El ángel azul» (1930) de Josef von Sternberg es hablar de un abanico de personajes que cobraron vida volviéndose leyenda y otro abanico de personas que cobraron muerte volviéndose tragedia. Empieza con la que parece la sencilla y sentimental historia del cándido profesor Rath (el entonces famosísimo actor Emil Jannings), que se convierte en la burla de sus alumnos, en el profesor Unrat (basura).

El profesor llega al cabaret donde pensaba regañar a sus alumnos, un tugurio repugnante repleto de burdos y siniestros personajes, y se encuentra con la que va a ser la razón de su perdición, la alegre Lola-Lola (la entonces desconocida Marlene Dietrich), que brilla como una diosa entre la fauna local, las otras cabareteras gordas y patéticas. Ella canta una canción con la misma inocencia que una niña de escuela, candorosa melodía, que sin embargo tiene una letra que pudo ser la inspiración de Nabokov para escribir «Lolita».

La alegre Lola-Lola, interpretada por Marlene Dietrich.

Esa y todas las canciones fueron compuestas por Friedrich Hollaender, conocido compositor del género Kabarett, equivalente alemán del vodevil, donde se presentaban temas de actualidad política y social en tono de sátira.

El guión de la película está basado en la novela «Profesor Basura» (1905), en la que Heinrich Mann satirizaba a la sociedad alemana y ponía el dedo en la llaga de todas las cuestiones sociopolíticas que llevarían a la formación de la fatídica República de Weimar. Sternberg, que era su gran admirador, modifica un poco obra y la usa para representar el ambiente de creciente decadencia social que se vivía en Berlín.

«Estoy hecha para el amor», de Friedrich Hollaender.

El profesor queda prendado de la belleza y el desenfado de Lola-Lola, se sienta en el palco de honor y pierde definitivamente la cordura. Decide casarse con ella y en la siguiente escena, en la fiesta posterior a la boda, ya está rodeado por la escoria de la sociedad, los habitantes de ese submundo que se vislumbraba en la oscuridad de las retorcidas calles que lo llevaron al cabaret: el profesor está a punto de entregarse al ridículo y a lo inevitable de su propia tragedia.

La caída de un hombre simboliza la caída de toda una sociedad, y los únicos que se dan cuenta son los artistas: cineastas, pintores, músicos. Seguramente la inspiración de Sternberg y Hollaender se puede encontrar en los cuadros de Felicien Rops, los retratos de Toulouse Lautrec y las letras de Aristide Bruant y Bertolt Brecht.

«El entreacto de Minerva» (1881), de Félicien Rops.

Al final de la película el exprofesor es un payaso, una caricatura de sí mismo, un fantoche. Vuelve a la escuela donde era respetado y reconocido y simplemente muere en el que fue su escritorio.

La tarea sigue inconclusa.

¿Quién será el Marco Antonio que pronuncie un discurso fúnebre en su defensa?

Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!