Por Paty Caratozzolo
«Quien ama la mística, la música y la poesía es, indefectiblemente, una naturaleza erótica,
un ser voluptuosamente exquisito y que, al no hallar plena satisfacción en el amor,
recurre a las delicias que rebasan la vida. Si en el amor alcanzáramos lo absoluto.
¿Para qué correr tras prolongados y delicados goces?».
«El ocaso del pensamiento» (1940), Emil Cioran.
Primero pensé que para hacer una hagiografía fantástica podría aprovechar los textos de Jacopo della Voragine y las infinitas representaciones de los santos en los cuadros y esculturas de las iglesias y museos.
Luego advertí que, habiendo sido escrita, «La Leyenda Dorada», alrededor del 1250, no pudo menos que contaminar todas las representaciones de los santos en la historia, que pasaban a convertirse en la repetición ad infinitum de la imagen creada por la imaginación de don Jacopo.
«Éxtasis de Ludovica Albertoni» (1674), Bernini.
Finalmente reflexioné sobre el hecho de que, después de todo debió ser difícil representar la imagen del cuerpo de un santo (o santa) porque, como decía Emil Cioran «no hay nada más perezoso que un santo» por aquello de que «la pereza es el escepticismo de la carne», y entonces decidí dejar de lado la hagiografía y ver las imágenes desde el punto de vista de la pereza de la carne, o sea del goce, que no será muy guadalupano pero sí bastante lacaniano.
«El martirio de San Sebastián» (1616), Guido Reni.
Y es que por más que los santos quisieran dedicarse a los asuntos celestiales y tener una existencia espiritual, pues tenían que aguantar estar metidos en un cuerpo material, un cuerpo de carne, sangre, fluidos.
«Muero, exhausto en mi dolor» (circa 1590), Carlo Gesualdo.
Pienso en esos santos y santas tan antiguos, tener que rechazar todo placer mundano para lograr la santidad, para evitar los pecados de la carne… siete peligrosos pecados y cinco peligrosos sentidos para caer en la perdición: el gusto los podía llevar a la gula, la vista a la envidia, el oído a la vanidad, y el olfato y el tacto… oh no… vade retro satana… ¡a la lujuria!
«San Lorenzo asándose en la parrilla» (1615), Bernini.
Bastante bien se las arreglaban para evitar el placer de los sentidos, sin embargo había algo que no podían evitar: el goce. Podían evitar el deseo, porque como decía Lacan, «el deseo es el deseo del otro», podían dejar de comer, de ver, de fornicar, pero no podían dejar de tener un cuerpo y su cuerpo los forzaba a gozar, porque el goce siempre es goce de sí mismo, incluso donde aparece el dolor.
¿Qué está pensando San Sebastian para que parezca que está metiendo panza y sacando pompas en el cuadro de Reni? ¿Por qué Bernini representa a San Lorenzo con esa sonrisa y los ojos entornados y a la Beata Ludovica con los ojos apretados y la ropa revuelta?
En el siglo XX Lacan hablaba de goce y placer, de mente y cuerpo no sólo inseparables sino unidos en lo epistemo-somático. Pero en el siglo XIII el pobre San Miguel pesaba almas porque creía que mente y cuerpo todavía podían separarse… haberles preguntado a los santos.
Imagen de portada: «San Miguel pesando almas», anónimo (siglo XIII).
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
Leave a comment
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.