Tarde familiar.

  • Por Erika G. H. Abrego.
    Ilustración María Fernanda Quintana Barbosa.

    El escorpión camina lentamente sobre la pared. Todos gritan. La primera es la hija pequeña quien pregunta: -¿qué es eso caminando en la pared?

    Tarde familiar. Ilustración de María Fernanda Quintana.

    Tarde familiar. Ilustración de María Fernanda Quintana.

    La madre, instintivamente aparta a la niña de la pared y, a gritos, le dice que se vaya a su cuarto, pero ella no obedece, se queda viendo desde la puerta abierta hacia la sala, donde el padre y el hermano mayor han saltado de su asientos y gritan. -Aviéntenle un zapato.

    -Si no le das se va a escapar.

    -Dale, antes de que se meta abajo del sillón.

    El alacrán sigue su trayecto hacia abajo, seguro él no sabe qué pasa, pero a su alrededor ha creado una pequeña conmoción. La madre ahora le grita al padre que es un inútil.

    -¿Ni siquiera puedes matar un alacrán?, ¿de qué sirves entonces?, como me gustaría que fueras tal como cuándo te conocí y mataste a ese ratón que se metió a la cocina, pero ya veo que estás viejo.

    El padre molesto avienta los sillones a los lados, buscando al animalito que ahora está oculto por los muebles.

    -Ya ves, ahora ya ni sabes a dónde fueron.

    -¿Fueron? Sólo había uno.

    -¿Qué no sabes que siempre son dos? Hay que hallar a los dos.

    -Ya, María, cálmate, ahorita lo encuentro.

    -Y, ¿cómo se habrá metido? Seguro fuiste tú, con eso de que nunca cierras la puerta.

    -Papá, ahí está-. Es el hijo mayor quién habla y señala abajo de una mesa, pero cuando voltean, sólo alcanzan a ver como una cola se esconde.

    -Hazte a un lado, Manuel-. El padre se asoma debajo de la mesa e inmediatamente salta hacia atrás.

    -Y, ¿ahora qué? – pregunta la esposa.

    -Hay un nido ahí abajo.

    -¿Un nido?

    -De alacranes, María, hay como diez.

    -¿Qué? -La madre grita tan alto que la hija, asustada, sale de su habitación para averiguar qué fue lo que pasó.

    -No, no, Ely, regresa a tu habitación -.

    -Pero, mamá…

    -Pero nada, no quiero que veas esto-. La madre empuja a Ely de vuelta a su habitación, mientras que el hijo ha corrido a la cocina por un encendedor como su padre le dijo. Al volver, se encuentra con el padre, apilando trozos de papel periódico cerca de la mesa.

    -¿Qué haces?

    -Vamos a incendiarla, por supuesto.

    -¿Incendiarla? ¿No sería mejor llamar mañana a una exterminadora?

    -¿Y esperar a que tu madre me grite toda la noche? No, no, tenemos que hacerlo ahora. Además, ¿qué tal si deciden salir de ahí por la noche?

    -Papá, pero, ¿cómo vamos a quemar la mesa?

    -Ya, mejor ayúdame, hay que sacar este sillón de aquí.

    -Hasta que haces algo útil,- le dice su esposa, -parece que sí te importamos. -Mejor ayuda, ¿sí?- La madre que, al verlo tan determinado, no puede discutir más con él, les ayuda a sacar los sillones de la sala, así como el resto de las mesas y un pequeña alfombra. Después de todo el trabajo, está cubierta en sudor.

    -Me quiero ir a dormir, papá-. El padre no quiere dejarlo ir, sobre todo por que no quiere quedarse con el trabajo con su esposa. No quiere escucharla quejarse durante todo el proceso. Aún así, ya no queda mucho por hacer, así que acepta que el hijo se vaya. Alrededor de la mesa, ha dejado un montón de periódicos, esperando que coja fuego rápidamente.

    -¿Lista?,- le pregunta a su mujer.

    Ella asiente. – ¿Estás seguro?

    -Sí, María, esto es lo que se tiene que hacer.

    Él avienta un papel periódico encendido al montón que ha dejado alrededor de la mesa. El fuego enciende los papeles tirados y, finalmente, la propia madera. Escuchan cómo los alacranes agitan sus patas contra el suelo, sin lograr salir. Uno de ellos, asoma la cabeza, pero es rápidamente consumido por el fuego. Los alacranes hacen un ruido, como un silbido, al ser quemados. Sus pequeños cuerpos crujen. Al final, no queda nada de la mesa, más que un montoncito de madera quemada. El padre se pregunta si podría discernir los cadáveres de alacranes de la madera quemada. Con un pie, mueve un poco las cenizas y la madera. No, realmente es imposible distinguir cualquier cosa.

    Su esposa le da una palmada en la espalda. -Bien hecho, Manuel. Me acabas de recordar por qué me casé contigo. Siempre tan valiente-. Le da un beso en la mejilla, -te espero en la cama, guapo-. Él suspira y ve a su mujer alejarse de la sala. Hace mucho que no tiene sexo con ella, pero le alegra saber que resultó. Claro que él no quería que un nido de alacranes habitará su sala al dejar a sólo uno suelto en su casa, pero sí quería que su esposa lo viera distinto, como hace ahora.

    Busca una escoba y barre lo que quedó de la madera y los animales. Lo tira al basurero y finalmente, trapea. Por la mañana lo habrán olvidado y será como si esa noche nada espectacular hubiera pasado. Deja las cosas en la sala y se va al cuarto, ahí su esposa le espera desnuda. “Sí valió la pena,” piensa, “además, la mesa ya estaba vieja.”

     

     

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