En los campos de Flandes

Por Paty Caratozzolo.

«En los campos de Flandes se mueven las amapolas,
entre filas de cruces que señalan nuestro sitio; y en el cielo
las alondras, cantan desafiantes pese a todo, vuelan
oyendo apenas los cañones de abajo.

Somos los muertos. Hace pocos días
vivíamos, sentíamos el amanecer, veíamos el brillo del crepúsculo,
amábamos y éramos amados, y ahora yacemos
en los campos de Flandes…»

Cuando faltaban muchos meses aún para que terminara la Gran Guerra, en febrero de 1918 muere de pulmonía el teniente coronel John McCrae, a la edad de 45 años. Era un médico y poeta canadiense. Tres años antes se había unido al Cuerpo de Artillería Canadiense que luchaba en el norte de Bélgica. Llevaba dos semanas de batalla en Flandes, cada noche escuchaba los lamentos de los moribundos y cada mañana el canto de las alondras, a un costado de su improvisado quirófano en las enlodadas trincheras veía el campo devastado de la guerra y al otro el creciente cementerio entre las amapolas. Una noche entierra a un joven discípulo y al otro día, el 3 de mayo de 1915, escribe el inmortal poema que servirá de símbolo de toda una guerra y de toda una época.

«El ascenso de la alondra» de Ralph Vaughan Williams (1914).

El compositor inglés Ralph Vaughan Williams nació el mismo año que McCrae y compuso «El ascenso de la alondra» en 1914, un poco antes de que comenzara la guerra. La obra, inspirada en el poema homónimo de George Meredith, evoca con tono pastoril un ambiente bucólico libre de traumas y ansiedades.

La música sugiere el vuelo de un pájaro en busca de lo desconocido. El violín es un remolino de sonidos, ascendente y descendente, por momentos parece una rapsodia, por momentos un rondó. La obra no pudo ser estrenada hasta después de la guerra. Ya nada era igual, ni el propio Vaughan que no volvió a componer nada parecido, nada que reflejara ese mundo de inocencia y despreocupación. La tierra estaba herida, ultrajada, teñida con la sangre de millones de personas y de pájaros.

«Plastic idea of war» de Gino Severini (1915).

Lili Boulanger muere de tuberculosis en marzo de 1918, apenas unos días después que McCrae. Durante el otoño de 1917, aquejada por la terrible enfermedad, compone el Salmo 130 «Desde el fondo del abismo». Su joven cuerpo está debilitado pero su obra es madura y tiene la fortaleza de aquellos que logran sacar la luz de la oscuridad, como su compatriota George Leroux que desde el campo de batalla muestra «El infierno en la tierra».

«El infierno» de George Leroux (1917/18).

La Gran Guerra duró cuatro años y segó millones de vidas. Entre las víctimas hubo compositores, artistas y escritores que plasmaron el horror de la manera que podían. Cien años después sus gritos todavía se escuchan entre pinceladas nerviosas, acordes lastimeros y palabras entrecortadas. El nudo en la garganta no se desatará jamás.

«Del fondo del abismo» de Lili Boulanger (1917).

Imagen de portada: «La ametralladora» de Christopher Nevinson (1915).

Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!