Por Paty Caratozzolo.
La famosísima sección de chistes de la revista Selecciones dice que la risa es un remedio. Y ciertamente desde hace años conocemos las bondades terapéuticas de la risa. Sin embargo no siempre fue así; en la Edad Media la risa era considerada un veneno que corrompía el alma de los hombres.
“La risa es un viento diabólico que deforma los rasgos de la cara y hace que los hombres se vean como monos…
Los monos no se ríen, la risa es propia del hombre.
Como el pecado.
¿Pero qué es lo alarmante de la risa?
La risa mata el miedo y sin el miedo no puede haber fe. Porque sin miedo al Diablo, no hay necesidad de Dios. ¿Qué ocurriría si fuera permisible reírse de todas las cosas? El mundo desembocaría en el caos…”
Así iba el diálogo entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville en la personalísima versión de «El nombre de la rosa» que nos regaló Jean-Jacques Annaud en 1986. En la película los monjes son envenenados al pasar las hojas de un libro que habla sobre la risa.
En la vida real los artistas de todas las épocas tuvieron que ser muy astutos para burlar la censura. Ellos recurrían a la representación del imaginario animal, allí donde el uso de la figura humana hubiera quedado demasiado en evidencia: leones, zorros, asnos y monos fueron usados entonces para representar las incómodas situaciones satíricas y obscenas.
Justamente la risa surgida de lo ridículo, lo escatológico y lo obsceno exalta el placer por lo bajo (invirtiendo el orden de la moral y las buenas costumbres) y degrada y deforma lo corporal mediante una asimilación a lo animal.
En otra parte de la película, Guillermo de Baskerville (un maduro Sean Connery) le muestra a su discípulo Adso (un jovencísimo Christian Slate) las ilustraciones de los libros:
“Un asno enseñándole las escrituras a los obispos…
…el Papa es un zorro…
… el abad es un mono…”
Cientos de años después, incluso un músico tan importante como Henry Purcell tuvo que disimular sus canciones de taberna disfrazándolas como bellos cánones a varias voces, como podemos escuchar en la atrevida «Once, twice, thrice…».
Hoy podemos visitar un lugar en el cual sentirnos de lleno en el ambiente de «El nombre de la rosa». Se trata del museo de arte medieval The Cloisters, al norte de Manhattan. Y allí no dejarán de sorprendernos no sólo los personajes con cuerpo humano y cabeza de animales de los libros ilustrados, sino también las gárgolas obscenas, los capiteles lujuriosos y hasta las bancas de madera con imágenes grotescas en los rincones más inesperados.
No me extraña que la iglesia considerara la risa como una expresión diabólica, lo que no entiendo es que no hayan aprovechado para declararla pecado junto con la gula y la lujuria… se les escapó. Pero qué bueno porque qué patético ser condenado a morirse así, de risa.
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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