La siesta que perdimos

Por Paty Caratozzolo.

«Los días de calor cuando cantaban demasiado los grillos y el jazmín… Rumores de abanicos aturdidos vagaban por la casa. Misteriosas, tranquilas como noches minuciosas, las horas de la siesta hacían tejidos con infinita actividad botánica…», «La siesta» (1903) de Silvina Ocampo.

El monje Benito de Nursia escribió en el siglo VI la llamada Regla de San Benito donde se regulaban todas las actividades de los monjes para lograr un equilibrio entre el trabajo, la meditación, la oración y el sueño. La regla ordenaba un breve descanso a la hora “sexta”, que era justo después del mediodía. La palabra derivó en siesta y la bendita siesta fue adoptada por los campesinos, especialmente en aquellos lugares donde al mediodía el calor es aplastante.

«The siesta» (1890), Vincent van Gogh.

«Le méridienne» (1866), Jean-Françoise Millet.

Hoy la siesta es despreciada como signo de holgazanería. Así nos lo explica el filósofo Thierry Paquot en «El arte de la siesta» (1998):

“Me levanto lentamente de mi escritorio, apago mi computadora, avanzo hacia mi cama… me acuesto, cierro los párpados y algunos segundos después estoy enteramente en otro lugar, en el país del sueño… Es el comienzo de la tarde, ese corto momento donde la siesta lo llama y usted no sabe cómo responder ¿Dormir? Pero… y si alguien lo supiera, se lo dijera a mis colegas, a mis jefes… ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! Y sin embargo, confieso, reconozco, proclamo: la siesta es el arte de vivir.

Siesteros y siesteras de todas edades, de todas latitudes y husos horarios, de todas profesiones: afirmen su singularidad y resistan al tiempo planetario, satelital, totalitario. No es más que el comienzo, la siesta continúa…”

 

Hubo un tiempo en que la siesta era el momento de relajación por excelencia y así lo entendían los músicos, los artistas, los poetas. Un espacio para hacer una puesta a tierra literal. Así lo retrató Vincent van Gogh: La sensación de paz-calor-silencio la da la increíble combinación amarillo-celeste. «Amarillo celeste» se llamó también el libro de Silvina Ocampo donde aparece su poema de «La siesta», pero no es coincidencia: Silvina estudió dibujo en París a principios del siglo XX y allí conoció la otra siesta, la de van Gogh.

Van Gogh copió la escena de un cuadro de 1866 de Jean-François Millet. Ambos cuadros están en espejo: una pareja mirando a la derecha y la otra a la izquierda. El alumno supera al maestro, lo quiere venerar y homenajear y termina haciendo que el original desaparezca bajo el peso de la copia genial.

«Cuarteto de cuerdas», Maurice Ravel (1903)

Exactamente lo mismo sucedió con Maurice Ravel y Claude Debussy. Ravel decide honrar a su colega copiando en espejo su cuarteto de cuerdas. Hoy el de Debussy (1893) está casi olvidado y el de Ravel (1903) se escucha hasta en el Olimpo.

«Preludio a la siesta de un Fauno», Claude Debussy (1894).

Pero, como diría John Singer Sargent: duerme mejor el que duerme último, y por eso para terminar qué mejor que «Preludio a la siesta de un Fauno», para por fin dormir esa siesta que tanto nos merecemos.

Imagen de portada: «A siesta», John Singer Sargent (1905).

Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!