Por Paty Caratozzolo
“Todo lo que quiero es una habitación en algún lugar,
muy lejos del frío aire de la fría noche…
Tener montones de chocolates para comer,
y un montón de carbón para no dejar de calentarme,
mi cara tibia, mis manos tibias, tibios mis pies…
Oh… ¿no sería maravilloso?”.
«Wouldn’t it be loverly» (1956), de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe.
«Piccadilly Circus», pintada en 1912 por Charles Ginner no es precisamente una obra muy conocida pero fascina porque representa exactamente el espíritu de lo británico: La imagen es animada y concurrida, el espectador queda muy cerca de la esquina de la plaza, metido entre el tráfico frenético de los vehículos de la época y el ir y venir de los peatones. Las pinceladas son espesas y ordenadas, las tonalidades del amarillo y las sombras gris-celeste, no hacen más que acercarnos a las últimas expresiones del postimpresionismo.
«Piccadilly Circus» (1912), de Charles Ginner.
Casi toda la escena está dominada por la presencia al fondo de un autobús rojo, con publicidades muy coloridas en su costado mientras del lado izquierdo nos acorrala un lustroso coche verde, que parece invitarnos a subir al borde de la banqueta, grueso y pintado de verde. De hecho podemos estar un buen rato mirando encontrando detalles hasta que nos damos cuenta de que justo en el medio, prácticamente inadvertida, se encuentra una vendedora de flores sentada en un banquito frente a sus canastas. ¡No puedes creer que estuvo allí todo el tiempo! Nadie parece reparar en ella, ¿Cuál es su historia? ¿Cuántas horas lleva allí sentada? ¿Es joven o anciana? Es simplemente una chica de la calle.
Inmediatamente pienso que es Eliza Doolittle, la florista de My fair Lady (1956), el musical estrenado en Broadway, adaptación de la obra de teatro Pygmalion escrita por George Bernard Shaw en el mismo año en el que Ginner presentaba su cuadro.
Julie Andrews en una escena de My Fair Lady (1961).
El comienzo de la historia es más o menos así: una noche fría y lluviosa los asistentes a la ópera salen del Covent Garden y esperan bajo los arcos del edificio para tomar los taxis, allí está Eliza, una joven pobre e ignorante que intenta vender los últimos ramos de violetas que le quedan; dos hombres platican distraídamente y uno de ellos comenta que en seis meses podría convertir a la humilde florista en toda una dama. La fina conversación que mantienen deja impresionada a Eliza y cuando los caballeros le dejan una generosa propina ella canta: “¿No sería maravilloso?”
Es enero y todavía faltan no sé cuántos frentes fríos. Se me hace un nudo en la garganta. No importa si es Eliza soñando con tener los pies tibios entre los puestos del mercado de flores o la anciana de los pájaros sentada en la escalinata de la catedral vendiendo migajas de pan. Sé que no son sólo los personajes de una historia, son de carne y hueso, son las chicas de la calle.
Portada: «La vendedora de comida para pájaros», fotograma de la película «Mary Poppins» (1964).
Paty Caratozzolo. Quisiera cantar «Feeling good» como la Simone o de perdida «Let’s do it» como la Fitzgerald. Algunas veces se lamenta quedito como la Dido de Purcell y otras llora a moco tendido como la Alcina de Haendel. El resto del tiempo anda con la mirada hundida en los paisajes brumosos de Turner y los dedos imaginando la tersura de cualquier escultura de Bernini. Prefiere el plano holandés al café americano, y la compañía de un barítono italiano al mejor widget de su celular japonés. Y definitivamente, si naufragara cerca de una isla desierta y pudiera llevarse un solo libro… ¡preferiría hundirse full fathom five!
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