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Por Aranzazú Martínez Galeana.
Antes acostumbraban a preguntarte tu nombre cuando te presentabas y la edad que tenías, ahora eso ya no es tan importante como lo fue en su momento. La pregunta ha cambiado, actualmente interesa saber más de dónde vienes que a dónde vas; ahora importa saber cómo te identificas en función a otros. ¿Eres latinoamericano?, ¿norteamericano?, ¿mexicano? Estas posibles respuestas siempre causan conflicto, nos hacen dudar, cuestionarnos. ¿Somos de aquí o de allá?, ¿del norte o del sur? Para muchos la solución a esta pregunta aparentemente sencilla significa una entrada por la puerta grande o una salida por la puerta trasera, significa ser visto como una amenaza que atenta contra la fuerza e identidad del país o en otros casos como una mano de obra barata y explotable; significa ser clasificado por el color de tu bandera, el himno el que cantas o por una apariencia física correspondiente a cierto territorio. Resumiendo, significa acentuar aún más las barreras geográficas dentro de las que vivimos.
En México la ecuación no es precisamente fácil. Nuestro país es un ejemplo fehaciente de la dualidad posmoderna en la que nos sumergimos a diario, ya que al ser un punto prácticamente obligado de expulsión, tránsito y recepción de migrantes, contenemos en nuestro interior una peligrosa combinación que generalmente nos negamos a ver. Ésta se encuentra conformada por prejuicios que venimos arrastrando desde siempre que al ser sumados con los miedos actuales y la falta de criterio para conciliar en vez de señalar, dan como resultado la incongruencia en la que vivimos y por consecuencia, actuamos. Optamos por abrir nuestras fronteras a unos, les negamos la entrada a otros y a su vez imploramos que se nos abran cuando más lo necesitamos. Somos jueces, severos e implacables, con aquellos provenientes del centro y sur del continente, pero si se trata de elegir una postura con el norte las cosas cambian. Somos lo que ellos quieren que seamos, nos adaptamos y moldeamos de acuerdo a sus exigencias y demandas, mientras que la inflexibilidad es la mejor opción si el diálogo es con los de abajo, geográficamente hablando claro está.
Los números y las estadísticas no mienten, y si llegaran a hacerlo, los casos con los que nos topamos sin querer no podrían hacerlo. Las historias de compatriotas que sufrieron al cruzar la frontera nos conmueven y nos reclutan a su causa, pero si esas mismas experiencias las escuchamos de boca de algún migrante proveniente de un país perdido del tercer mundo, no hay efecto alguno; salvo si la indiferencia y malestar son considerados como tales. El ser estadounidense, canadiense, salvadoreño, guatemalteco o peruano no debe ser un símbolo per se de status o de un rol que por el simple hecho de haber nacido en un país la persona en cuestión está obligada a portar. Las personas más allá de ser catalogados en función de alguna clasificación con tintes nacionalistas, deben ser puestas y entendidas en categorías más amplias que unifiquen y solidaricen. Debemos optar por hacer lo más congruente posible nuestro pensamiento y actitud. Debemos o al menos intentemos caminar al compás de un mismo son. Si exigimos y reclamamos respeto por aquellos a los que nos sentimos unidos al cantar el “Cielito lindo” también debemos hacer lo propio con aquellos que entonan algún tango, bolero o bachata. Estamos, queramos o no, interrelacionados. Aunque nos sigamos aferrando a la obsoleta concepción que imperaba en la Guerra Fría donde el mundo se dividió en dos, eso no significa que lo siga estando. Primer o cuarto mundo, hace mucho que dejamos de estar en mundos paralelos y por ende en países, que funcionan como barreras para dividir a las personas según nuestro antojo o prejuicios. Es un mundo pequeño, ¿por qué seguir dividiéndolo?
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